Hoy en día son varios los lugares comunes a los que se alude para describir el entorno discursivo en el que vivimos: se dice que estamos en la época de la post-verdad, en una de sobreabundancia de información o bajo la “dictadura de lo políticamente correcto”. Todos estos lugares comunes pretenden describir la arena pública; todos con mayor o menor grado de precisión.
Los protagonistas que hoy mueven y originan la conversación en dicha arena son múltiples: la élite política y empresarial, el mundo académico, la “calle” o las redes sociales. Todos ellos luchan por hacerse oír en un mundo cada vez más disperso, plural y atomizado. Es en ese contexto también donde han florecido figuras que han superado los desafíos antes mencionados al convertirse en los “portadores de la verdad”. Figuras que, supuestamente, logran decir lo que nadie se atreve y enfrentar a los poderosos. Todos ellos motivados por distintas razones: aumentar el rating, posicionarse como una figura política, convertirse en influencer o por verdadera convicción. Dentro de este reducido grupo, en Chile han destacado en particular quienes han hecho la transición desde la farándula a la política. Según reveló la encuesta Criteria, la diputada Pamela Jiles y el conductor de televisión Julio César Rodríguez son hoy las dos figuras que lideran las preferencias electorales con un 19% y un 17% respectivamente.
Lo primero que podría decirse sobre esto es que la política se ha “farandularizado”. En otras palabras, que los conflictos políticos se inflan, se espectacularizan y se convierten en un show. Allí, los puntos de vista se reducen al blanco y negro y la discusión es superficial y nunca cualitativamente de peso. Por otra parte, podría decirse que estas figuras faranduleras han permitido que la gente se involucre en política, que hable de ella, que le importe. Pero, ¿se está dando una conversación verdadera?
La fuerza que han acumulado estas figuras radica en que han logrado convertirse en la “resistencia al sistema”, en la supuesta contracultura. Son David contra Goliat. Son las voces de las “masas silenciosas” y los emisarios de las verdades incómodas. Sus voces denuncian y, supuestamente, dicen la verdad.
Pero ¿qué efecto tienen? En realidad, casi ninguno. La polémica es efímera y valiosa monetariamente dentro de la economía de la atención, pero infértil en producir algo más. Sobre este punto el filósofo italiano Franco Bifo Berardi plantea que “la verdad es inefectiva en sí misma, porque el juego de la enunciación es infinito. (...) No necesitamos alguien que denuncie la realidad de la explotación: necesitamos alguien que nos diga cómo librarnos de la explotación. (...) El proceso de subjetivación social no se basa en develar el secreto; se basa en el proceso de interpretación y de imaginación".
Decir la verdad es un asunto espinoso: uno con consecuencias políticas, éticas o sociales. Nunca es inocuo para el entorno en donde se enuncia, como tampoco para el sujeto quien la proclama. Esto si y sólo si la verdad también se convierte en una acción, una toma de posición frente a algo que modifica quiénes somos y qué decisiones tomamos. En este sentido, la verdad no implica sólo una palabra, sino también una acción. Foucault ahondó en profundidad en esto al final de su vida, en particular a través del concepto griego de la parresía.
La noción podría traducirse por “decirlo todo” o hablar francamente y sin miedo. El filósofo francés creía que en esta noción se manifestaba la idea de que la verdad enunciada cambia y transforma al sujeto que la proclama. Cuando un disidente político denuncia una injusticia no sólo da cuenta de un estado de cosas, sino que también ese sujeto se pone en peligro en nombre de esa verdad. Ella lo transforma en un fugitivo o en un revolucionario. “La parresía implica un compromiso del sujeto que habla con la verdad de lo que dice, un compromiso radical, porque a menudo lo pone en peligro”.
Tras el estallido social hubo medios y figuras que decidieron “ponerse los pantalones” y escuchar el síntoma que se había acallado por tanto tiempo. Sin embargo, han sido muchos los que han encontrado en esa posición un valor simbólico y monetario para construir su figura y diseñarse a sí mismos como los “iluminados” y los “defensores del pueblo”. Hoy, esa posición casi mesiánica es buscada y deseada por muchos. La pregunta que queda es entonces, ¿cómo distinguiremos a los que son auténticos líderes de los falsos ídolos?
Jacques Derrida, filósofo francés y padre de la deconstrucción, planteaba la idea de un “mesianismo sin mesías”. La idea de que algún día el mesías llegará a la tierra y nos dará la justicia anhelada es tentadora y, por eso, muy peligrosa. Sin embargo, esa esperanza nos abre a la posibilidad de que todo poder puede ser cuestionado y cambiado, como explica John Caputo en su libro “La deconstrucción en una cáscara de nuez” (p.189). Pero el mesías político no va a llegar.
Entonces, ¿cómo distinguiremos a los falsos ídolos de quien realmente traerá la justicia? La respuesta es que ninguno de los dos lo hará porque los ídolos no existen.
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